Un joven bien plantado
e impecablemente vestido aprovecha la tranquilidad de la mañana
para ojear el ABC en una cafetería de Madrid. Las páginas
de deportes hablan de un Bahamontes que acaba de ganar el premio de la
montaña en el Tour de Francia.
Se detiene en esta información para enterarse de que Jacques Goddel,
director de la carrera, piensa que "si el corredor de Toledo tuviera
tanto cerebro como músculo ya hubiera ganado varias veces la vuelta
francesa". También presta atención a las páginas
taurinas, que resaltan la presentación en la capital de Curro Romero.
Y a las necrológicas, donde destacan las honras fúnebres
del ex ministro Cavestany.
El silencioso lector, que se echa al coleto una
copa de coñac y pide otra, no es consciente de que está
a punto de provocar la saturación de esas mismas páginas
cargadas de necrológicas que ahora contempla. Aún no sabe
que dentro de muy poco se convertirá en el personaje encargado
de enfangar de sangre la posguerra. Ignora que la mano que cierra con
un movimiento seco el periódico es la misma que, unas horas después,
empuñará la pistola y el cuchillo con que se cometerá
uno de los crímenes múltiples más brutales de la
historia negra española. No puede imaginar que ese cuádruple
asesinato que está a punto de cometer será resuelto por
la policía en una de las más rápidas investigaciones
jamás realizadas, y que una vuelta de garrote pondrá fin
a la amarga recta final de su existencia.
Un tipo viril
El tempranero bebedor se llama José María
Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris. Nació en Madrid
hace 35 años y lleva los últimos ocho entregado al alcohol,
las drogas y las mujeres. Sus amigos dicen que sabe vivir y divertirse
como nadie. Que es un tipo viril capaz de cautivar a señoras y
señoritas, poco le importa la condición de las mismas, basándose
en su simpatía y en su carácter cosmopolita (fue educado
en buenos colegios de Estados Unidos). Aseguran que es un seductor dotado
de una gran planta, una enorme labia y un descomunal miembro. Sus enemigos
dicen que sólo es un crápula, un despilfarrador, un vago
y un enfermo sexual.
Seguramente todos tienen razón. Jarabo es
eso y mucho más. Es un señorito en tiempos de crisis, un
dandy que disfruta de un tren de vida muy por encima de sus posibilidades.
No tiene trabajo, pero se acostumbra a vivir como un rey con el dinero
que su madre le envía puntualmente desde Puerto Rico. Poco a poco
van aumentando sus ya cuantiosos gastos, y con los giros mensuales de
mamá apenas logra sobrevivir quince días: José María
se ve obligado a hipotecar el chalé familiar de la calle madrileña
de Arturo Soria y se marcha a vivir a una pensión, a un cuartucho
con una cama en la que desplomarse cada mañana después de
una noche de parranda. Posteriormente Jarabo reconoció que en las
juergas de los últimos dos años bien podía haber
dilapidado quince millones de pesetas, una cifra muy elevada si tenemos
en cuenta que un flamante Seat 600 costaba en 1958 la friolera de 66.000
pesetas.
Cuando Jarabo salió del bar sintió
que el peso de los bolsillos de sus pantalones estaba mal repartido. La
cartera, vacía, no ofrecía ninguna consistencia. El forro
del lado contrario estaba a punto de ceder ante un objeto que parecía
de plomo: una pistola Browning FN del calibre 7,65 de fabricación
belga. En ese instante recuerda que tiene muchos problemas.
La sortija
Su romance con una mujer inglesa casada llamada
Beryl Martin Jones había complicado la vida de ambos. Ella había
colocado su matrimonio en el disparadero. El había gastado una
fortuna en hoteles, cenas y regalos. Asfixiado por la falta de dinero,
Jarabo le había pedido a ella un anillo de brillantes que inmediatamente
había empeñado para cubrir alguna noche de pasión
y lujo. Ahora ella, la única mujer a quien había querido,
le reclamaba la joya, alegando que se trataba de un regalo de su marido.
Desde Inglaterra le envió una carta recordándole
por enésima vez que debía devolverle la sortija. En esta
ocasión adjuntaba una autorización suya como propietaria,
que resultaba imprescindible para desempeñarla, y una comprometedora
misiva de amor con diversas confesiones íntimas. Para colmo de
males, los familiares de Jarabo amenazaban con regresar de Puerto Rico
y levantar la tapa de la alcantarilla en que estaba sumergido.
Jarabo se había acercado con la carta en
la mano a la tienda de empeños Jusfer, en la calle Alcalde Sainz
de Baranda número 19. Como no tenía las cuatro mil pesetas
necesarias para recuperar la joya, que en realidad valía mucho
más, enseñó la carta y cometió el fallo de
dejarla junto a la deseada sortija. Hoy, 19 de julio del 58, se había
propuesto recuperar ambas cosas.
Un golpe certero
Son algo más de las nueve de la noche cuando
se encamina con paso firme hacia el número 57 de la calle Lope
de Rueda. No es la dirección de la tienda donde tiene empeñadas
la sortija y la carta. Es la vivienda de uno de los dueños de ese
negocio, un tal Emilio Fernández Díez. Jarabo, que cree
que la sortija y la carta pueden estar en casa de éste, pulsa el
timbre del cuarto exterior con la uña del dedo pulgar "para
no dejar huellas de ninguna clase".
Paulina, la criada, abre la puerta a Jarabo sólo
cuando este dice que es amigo del dueño de la casa. En el primer
descuido la agarra por el cuello y la golpea con una plancha que encuentra
en una mesa cercana. Forcejean. Jarabo agarra un cuchillo de la cocina
y de un certero golpe en el pecho le parte en dos el corazón. La
sangre irrumpe por primera vez en su vida, pero no parece impresionarle
demasiado: arrastra el cuerpo inerte a una habitación junto a la
cocina y se dispone a esperar a Emilio Fernández Díez, "el
verdadero culpable" de sus males.
Pasan unos minutos de la diez cuando el dueño
de la casa abre la puerta y llama de una voz a la criada. Nadie le contesta.
Una necesidad urgente le hace encaminarse hacia el cuarto de baño.
Pasa por delante del escondite de Jarabo que, tal y como tiene previsto,
salta sobre su espalda como un leopardo, le inmoviliza sujetándole
por la chaqueta y le pone el cañón de la pistola en la nuca.
Al dueño de la casa no le da tiempo a saber quién le está
apuntando. Suena un disparo y el cuerpo del usurero cae al suelo como
un fardo, quedando tendido entre la bañera y el bidé.
Aún no se había recuperado de sus
dos primeros crímenes cuando escucha que la puerta se abre de nuevo.
No ha tenido tiempo de buscar ni la sortija ni la carta. Y ya ha matado
a dos personas. Está muy nervioso. Amparo Alonso, la mujer de Emilio
Fernández, acaba de entrar y se dirige al salón, donde un
Jarabo que no logra aparentar tranquilidad responde a su cara de sorpresa
con un "Buenas noches, soy inspector de Hacienda y estoy investigando
a su marido". "Él y la criada están detenidos",
continúa, "y mis compañeros se los han llevado a comisaría".
La mujer desconfía, trata de huir y chilla
con fuerza. Ésa es su sentencia de muerte. El grito se clava en
la espina dorsal de Jarabo, que la golpea y arrastra hasta una habitación.
Sólo cuando la doblega hasta tumbarla sobre una cama saca la pistola,
la encañona en la nuca y aprieta el gatillo. Amparo estaba embarazada.
"La suerte estaba echada", confesó tiempo después
Jarabo a la Policía.
Cuando logra relajarse se sienta en un sillón
y bebe anís de una botella que encuentra en una mesa. Para confundir
a la policía saca varias copas de un armario y mancha algunas con
carmín. Tira por el retrete los casquillos. Limpia las posibles
huellas. Bebe más anís. Sólo cuando considera que
el trabajo está totalmente acabado se tumba en la cama de la única
habitación que no está cubierta de sangre. Finalmente se
relaja y pasa una noche entre los muertos, durmiendo un sueño incomprensiblemente
plácido y profundo.
Errores
A las nueve de la mañana Jarabo abandona
el improvisado panteón sin haber encontrado ni la sortija ni la
carta. Para solucionar ese problema se encamina a una nueva cita, en este
caso con Félix López Robledo, copropietario de la casa de
empeños Jusfer. Pero antes desayuna, se toma unos coñacs,
ve un par de películas en el cine Carretas, come en un restaurante
chino y se echa una siesta en una pensión de la calle Escosura.
Rendido por el esfuerzo de matar se toma el domingo libre y alarga el
reparador sueño hasta las seis de la mañana. Dos horas después
ya está en marcha. Ha desayunado su copa de brandy y comprobado
que la Browning del 7,65 está cargada y en su bolsillo. Todo está
en orden. Es la mañana del lunes 21 de julio.
Félix López Robledo siente cómo
alguien que le estaba esperando en el portal de su tienda le sujeta por
la espalda con una torpe llave de lucha. Es lo último que siente.
Jarabo dispara dos tiros en la nuca del prestamista. Después registra
sus bolsillos y el local y sale a la calle con las manos vacías
y ensangrentadas. Se siente acabado. Ha matado a cuatro personas para
nada. Más coñac y algunas drogas: cocaína, morfina...
Y demasiados errores.
Sospecha
Aturdido por la matanza, Jarabo deja el traje,
empapado en sangre, en una tintorería situada en el número
49 de la calle Orense. Luego se va de copas. Gasta dinero como si el mundo
se fuera a terminar esa misma noche y despierta las sospechas de toda
la gente que le conoce.
A las doce del mediodía del día siguiente,
martes 22 de julio, Jarabo se acerca a la tintorería donde dejó
el traje para recogerlo. Cuando llega le está esperando un dispositivo
de vigilancia policial especial: el país entero está conmocionado
por la noticia y el dueño de la tintorería avisó
inmediatamente a la policía nada más ver la ropa. Jarabo
se resiste en principio a ser detenido. Lleva un DNI falso, una pulsera
y un reloj omega de oro, juegos de llaves de las casas donde cometió
los asesinatos y una pistola FN del 7,65 caliente que aún huele
a pólvora.
Ya en el despacho del jefe de la Brigada de Investigación
Criminal de la Dirección General de Seguridad el sospechoso, muy
entero en todo momento, niega los hechos y asegura que hace semanas que
no ve a las víctimas. El inspector jefe Sebastián Fernández
Rivas y los policías Ramón Monedero Navalón y Pedro
Herranz Rosado se encargan de interrogarle. Después de un par de
preguntas de trámite le enseñan unas fotos de los cadáveres,
y el sospechoso se tambalea y cae desmayado al suelo. Se derrumba. Y confiesa
que ha matado por amor, por recuperar una joya y una carta de "la
única mujer a la que he logrado querer". Ingresa por segunda
vez en prisión: cuentan que ocupó durante algún tiempo
la celda de una cárcel de Estados Unidos acusado de dirigir una
casa de citas en Puerto Rico.
España entera se estremece con la orgía
de sangre. Y con los detalles que rodean al criminal y a las víctimas.
Los periódicos publican coleccionables con la historia del crimen,
y le dedican portadas y titulares gloriosos. Los psiquiatras dicen que
es "un psicópata desalmado". La gente se apelotonaba
en las largas colas que se formaban en la calle para poder asistir al
histórico juicio de "el último carnicero español".
Un año después, el 5 julio de 1959,
todos los periódicos publicaban una lacónica noticia en
portada: "En las primeras horas de la mañana de ayer, en el
patio principal de la Prisión Provincial de Madrid, ha sido ejecutada,
con las formalidades exigidas por la ley en estos casos, la sentencia
de pena de muerte dictada contra José María Manuel Pablo
de la Cruz Jarabo Pérez Morris".
Condenado a cuatro penas de muerte, Jarabo murió
con las vértebras del cuello descoyuntadas por la quinta vuelta
de tuerca del último garrote vil que se utilizó en España.
Está enterrado en el madrileño cementerio de la Almudena.
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